Mientras en la calle el termómetro araña los 40 grados, Rob Verf planta una puesta en escena que es, en principio, fría. Más que fría, es gélida, y si hubiera que tirar alguna analogía, podría decirse que entre las paredes blancas de la galería, el saludable aire acondicionado y el protagonismo de estas obras, algo hace pensar en un laboratorio de película o en un ambiente distante o de avanzada.
Más de cerca, los cuadros calientan y humanizan esa imagen congelante. La sexualidad irrumpe en esa asepsia del futuro y las imperfecciones emergen matizando el mundo remoto que imaginábamos y convirtiéndolo en algo accesible, reconocible y presente.
Objetos esencialmente vitales –cuya humanidad descubrimos gracias a los genitales y a algo que parece un par de ojos, al menos porque tienen la capacidad de ver– interactúan en los cuadros y, nuevamente, extreman la paradoja entre lo humano y lo robótico, entre lo carnal y lo geométrico. El robot se nos presenta como una persona en un formato casi de videojuegos, pero no de los actuales, pletóricos de efectos que nos convencen de su irrealidad impresionante, sino de una versión más bien Comodore 64, que nos lleva casi a un juego o a su parodia. Ni qué hablar cuando este personaje aparece en un basurero. El efecto es placentero: develar, de a poco y sin sentir que la impresión a la distancia era una estafa sino la primera capa, el mundo sucio y cotidiano que se esconde detrás de los aires blancos de la NASA.
En la composición del basurero, como en otras, la imagen abandona la abstracción: aparecen llantas, fogatas, botellas vacías y un montón de residuos, escrutados todos por esta máquina con sentido de la vista y pito graciosamente censurado (como si tuviera un pixel encima). Nuevamente aparece la tensión de la muestra: entre lo humano y lo metálico, tratando de poner en tela (de juicio) qué es exactamente una cosa y qué es la otra.
Además, el espectador podrá descubrir entre objetos abstractos elementos que le inyectan algo de pop, de juego, de humor y de hallazgo: una tapa de leche larga vida, partes del huevito que esconde la sorpresa de la golosina Kinder, átomos que se confunden con bolillas de lotería y con ojitos, o paletas de colores que vienen directo de la pinturería. Ni hablar de los cuadros que recalan en un familiar del surrealismo pero que a la vez le hacen cosquillas, con una nariz de payaso.
El mundo creado por Rob Verf en el piso de una galería entonces recorre estados del mundo y visiones de su potencial. Recovecos de las posibilidades y las sensaciones humanas y antihumanas, pero no antihumanas de verdad, sino más bien en un sentido entre risible, exagerado y cándido; humanas en un sentido dramático y cruento. O tal vez al revés.
Hasta el 15 de febrero en la Galería Braga Menéndez, Humboldt 1574. De lunes a viernes de 11 a 20, sábado de 11 a 18.
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