Rob Verf imagina la mente humana como una habitación cerrada en la que se desarrollan situaciones. Lo importante, lo esencial de esas situaciones, ocurre en el espacio entre los personajes y los objetos que despliega según un orden inquietante. Ese espacio entre-medio, en apariencia transparente y vacío, se complejiza surcado por líneas punteadas y flechas que dibujan relaciones, intenciones, deseos e ideas. Son habitaciones pulcras, espacios nítidos donde todo lo que ocurre –y aun lo que no ocurre- es perfectamente visible. Los actores de esas situaciones son engañosamente pueriles, todo parece un juego infantil, perverso y cruel. Los juegos de relaciones también son visibles, son vectores de líneas y puntos que -también engañosamente– parecen guiar al espectador hacia la comprensión del drama que se desarrolla en la escena y no lo hacen.
Nada está de más en esas escenas, ningún detalle es accesorio. Hay en esa aparente simpleza un equilibro estudiado: el artista me cuenta que la composición de cada uno de esos grandes óleos implica un trabajo largo y difícil de agregar y desagregar elementos para encontrar el punto justo de despojamiento. Produce gran cantidad de bocetos, esquemas y proyectos: su objetivo es evitar la presencia de todo elemento que esté “de más”, incluso en las figuras humanas, a las que despoja de todas las partes (piernas, cabezas, brazos) que considera innecesarias cuando no intervienen en la situación planteada.
¿Qué ocurre en esas situaciones mentales? Todo gira en torno a la sexualidad. Juegos de relaciones, sumisión y poder. Fantasías sexuales, las más ocultas, crueles, inconfesables. Nada de erótico hay, sin embargo, en esas imágenes, que lejos de buscar excitar la imaginación voyeurística del observador, plantean una reflexión desapasionada, distanciada y sobre todo irónica sobre esos juegos de la mente.
Hay un sutil y complicado sistema de mediaciones en todas las obras de este holandés, nacido en Amersfoort (como Mondrian) y radicado en Buenos Aires desde hace algunos años. La mediación más fuerte y evidente es la ironía, el juego intelectual con las obsesiones y debilidades propias y ajenas. “No sé por qué razón en general los holandeses no saben reírse de sí mismos” dice Rob Verf, y atribuye su tendencia a ironizar sobre sí mismo y sus propias fantasías a la herencia de su madre, inglesa. Hay también una matriz filosófica en su distanciamiento calculado: de Wittgenstein a Sade. Es posible percibir esa toma de distancia de un modo más intenso –tal vez “en proceso”– en sus dibujos, collages e intervenciones sobre lo que él llama thinner-prints (una transposición menguada de imágenes fotográficas que “baja” e imprime de internet, a otro soporte –también papel- frotándolas con thinner). Con un dibujo de trazo intenso, bello y seguro, superpone dibujos que, con una falsa inocencia, “comentan” la imagen subyacente en intervenciones plenas de humor e ironía. Esas imágenes subyacentes (fotografías tomadas directamente de sitios de internet), son siempre escenas de sexo, en general bien explícitas. El mismo distanciamiento puede verse en sus ironic drawings en los que superpone dibujos que comentan sus propios dibujos iniciales, realizados a partir de distintas imágenes de la cultura popular (comics, propagandas, etc.)
Pero hay más mediaciones que Rob Verf despliega como un juego de pantallas entre su intimidad y la de cada espectador: algunas son de índole específicamente visual, tanto en el terreno
de los lenguajes como en el de las técnicas: su figuración crea ambientes y personajes cuasi mecánicos / cuasi oníricos, con una engañosa apariencia infantil, al abrevar en fuentes tan opuestas y disímiles como los video juegos, los comics o las revistas y sitios de internet bondage, y al mismo tiempo también Vermeer, Picasso, Matisse y Mondrian. En un principio los protagonistas de sus escenas de sexo y sumisión eran personajes de juegos infantiles e historietas perfectamente reconocibles, como los Flintstones o los muñequitos de Playmobil. Luego fueron sintetizándose cada vez más hasta convertirse en piezas sueltas de autómatas a los cuales sólo una suave coloración rosada –por contraste– vincula con la vivencia carnal
Algunos dibujos, que podrían pensarse como estudios previos para sus cuadros al óleo, han sido luego intervenidos por el mismo artista colocando a las figuras femeninas stickers infantiles de grandes ojos fosforescentes. La mirada del voyeur es así devuelta irónicamente por esas niñas-objeto observadas, y gracias a su fosforescencia, continúan mirando fija, tal vez acusadoramente, aun después de apagada la luz.
De muchas maneras despliega Rob Verf su humor filoso y su mirada irónica, jugando incluso con las expectativas del público respecto de las ideas y materiales con los que trabaja. Utiliza, por ejemplo, textos de películas porno y sitios hardcore de Internet pero en vez de acompañarlos con las imágenes excitantes que esos textos prometen, les adosa dibujos intencionadamente “estúpidos”. Juega con los contrastes, dibuja escenas duras, densas a las que incorpora, por ejemplo –con el valor de un leit motiv– el bowl con pececitos rojos que cita de Matisse, y pequeños stickers de mariposas, flores, pepinos… Todos esos recursos –alusiones lúdicas, geometrías, contrastes, ironías- enmascaran una atmósfera densa. Hay en esa operación de enmascaramiento una ironía sutil que establece una distancia crítica del artista respecto del universo de sus propias fantasías y deseos. Y al mismo tiempo ofrece pistas, pequeños gestos que aluden a una sensibilidad refinada que elige con precisión su objeto. “Siento fascinación por una adolescente en particular –afirma-. Pero al mismo tiempo me siento muy estúpido al otorgarle tanta importancia. Ese dualismo me da la energía necesaria para hacer mi trabajo. La obra no tiene ya que ver con aquella adolescente, pero sí con esa energía con la que convivo. Mixturándose hasta cierto punto con otras percepciones.”
En la serie realizada en la costa uruguaya en 2003- 2004 (Uruguay Girl) el encierro de las habitaciones mentales se traslada al exterior incorporando elementos de la naturaleza aun cuando la atmósfera de encierro, en general, permanece. El espigón de piedra que penetra en el río en la playa de Colonia en uno de esos óleos, por ejemplo, le ofrece un recurso para mantener ese ambiente de privacidad y secreto aun cuando la situación se desarrolle en un paisaje al aire libre. A esto también contribuye la acumulación de todos los elementos de la escena en el extremo izquierdo de la composición, en tanto quedan “vacíos” más de tres cuartos de la superficie del cuadro hacia la derecha.
En algunas obras el humor deja paso al horror en situaciones que plantean un límite a la fantasía incorporando (siempre de modo sutil y velado) juicios de valor en términos éticos y morales. Es el caso de una de sus habitaciones (The Room/The Hell. After The Garden of Lust of Hieronimus Bosch) realizada en el año 2000 para formar parte del “Infierno” en una exposición colectiva de homenaje a Hieronimus Bosch.
Las técnicas son un aspecto que merece ser considerado con detenimiento en la obra de este artista: en sus óleos trabaja a la manera de los antiguos flamencos, superponiendo veladuras casi transparentes de pintura, con las que logra esa textura lisa y superficies netas que –por otra parte– recuerdan la cualidad de las imágenes cibernéticas. Pero hay además en todas sus obras, no sólo en los grandes óleos –es autor de notables esculturas, dibujos, collages, técnicas mixtas y fotografías–, toda una serie de transposiciones y un complicado juego de elaboración que las interrelaciona e imbrica en un conjunto coherente.
Las fotografías son de formato muy pequeño. Trabaja en ellas con enfoques muy cercanos de fragmentos que producen imágenes equívocas, tan sugestivas como ambiguas. Trata las fotografías como originales únicos: imprime una copia y luego destruye el negativo. Y las organiza en series que plantean decenas de tomas de un motivo con detalles casi imperceptibles que diferencian una fotografía de otra: En Small cloth manipula y trabaja sobre la sugerencia que le planteó un paño de cocina dejado al descuido. En Small hole y Torso, en cambio, representó objetos y esculturas producidos por él mismo, previamente fragmentados, salpicados, perforados, mojados, etc. Hay en esas fotografías mínimas un proceso de acumulación de operaciones e intervenciones que las vuelven casi un palimpsesto de las reflexiones del artista. Y lo mismo sucede con los dibujos y collages, en los que Rob se preocupa especialmente en dejar la huella de sus “arrepentimientos”. Tapa con corrector blanco, por ejemplo, algunas líneas, pero deja entrever debajo el dibujo que estuvo antes, para que el espectador perciba no sólo el proceso de la creación sino también el carácter de “original” de ese dibujo. La “cocina” de sus obras es tan rica y variada como las fuertes cuestiones que pone en imágenes.