Asomarse a la obra de Rob Verf en la galería Braga Menéndez es empezar a formar parte de la construcción de un lugar otro, un hiato espacial y temporal respecto del mundo diario, por lo menos, a simple vista. Nos sumergimos en un espacio virgen, de apariencia inmaculada, que se expande en todas las direcciones, volviendo impreciso el alcance de sus límites (entre las paredes y el piso; las paredes y el techo). Es un ambiente-burbuja que parece apartarse de toda cotidianeidad, de toda referencia inmediata a un lugar común, literalmente.
Se edifica así una atmósfera de ciencia-ficción en la que, detrás de la fachada científica de algunos objetos, hay, inevitablemente, artificio, ficción. Contribuyendo a la creación de este clima, la fuerza de gravedad se ve parcialmente interrumpida, cuerpos dispersos en el espacio pierden su peso y se reduplican sobre superficies espejadas. En este mundo que coquetea con la robótica, maquetas del motivo que recorre toda la obra (llamémoslo átomo) se encuentran suspendidas en el aire.
La obra de Verf, con la ayuda del trabajo curatorial y de las características del espacio, nos interna en un universo que oscila entre lo futurista y lo geológico, donde se combinan los objetos con las obras pictóricas y dialogan las formas duras de cortante rigurosidad geométrica con las blandas de mayor espontaneidad.
Esta especie de laboratorio del arte, donde lo experimental se irgue en primer plano, transmite una singular sensación de higiene, de pureza pero, así como las formas y los medios de expresión son inseparables de lo expresado – es decir que el cómo y el qué constituyen dos caras de la misma moneda – algunos materiales de la obra no dejan que el espectador goce hasta el final de este estado que roza la religiosidad: se detectan enseguida elementos paganos que vienen a instalar la contradicción.
Es aquí cuando entra en juego el descubrimiento de los materiales y los objetos terrenales que componen la obra. Telgopor, recortes de revistas, envases de plástico, figuritas, y demás elementos mundanos vienen a ridiculizar, en parte, la atmósfera pulcra y mesurada que se manifestaba en un primer momento.
No está de más agregar, dado que no parece casual, el hecho de que todos estos ingredientes profanos se encuentran, en mayor o menor medida, escondidos. Al no ser de fácil acceso, su hallazgo y los efectos de éste dependerán de la curiosidad y la atención de la mirada de quien quiera inmiscuirse en el mundo Verf.
Es interesante pensar que son, entonces, los detalles mismos los que dotan de sentidos adicionales (y muy ricos) a la obra.
Este ámbito que combina la ciencia y la ficción, al que habíamos sido trasladados a primera vista, es interrumpido, cuestionado, por la presencia de elementos sumamente familiares. Ellos son, para quien los encuentre, los que ponen en crisis cualquier pretensión de univocidad de sentido de la obra.
A partir de esta trasformación, surge, entre tantas otras, la siguiente interrogación: ¿El útil que se convierte en obra o, por lo menos, en parte de ella, deja de ser justamente eso, un útil? La respuesta es ambigua: sí y no. No, en su materialidad. Sí, con respecto a los nuevos sentidos que comienzan a desprenderse de él. Para la re-categorización del útil en parte de la obra de arte son necesarias, por lo menos, dos condiciones: una mirada – subrayamos nuevamente la importancia del papel de la recepción – que transforme los objetos corrientes en objetos de arte, y un espacio, en sentido amplio, que, avalado por la institución, los legitime como tales.